Tras sobrevivir a las recientes fiestas navideñas, me apetece comenzar este año 2020 hablando precisamente de celebraciones.
Y es que hay que pararse a celebrar las cosas. Hace unos días me sorprendí dando este consejo a una compañera que está inmersa en un proyecto de dos años de duración. Se trata de un proyecto estratégico para la organización, no exento de presiones, intereses cruzados, falta de recursos… y menos tiempo aún para ejecutarlo.
Y para colmo, hasta dentro de aproximadamente dos años no finalizará, pues los plazos son dilatados. Ante la conclusión de la primera de las muchas etapas del mismo, con una tasa de errores menor de la esperada y ejecutada en el tiempo previsto (en ocasiones anteriores se había dilatado esta fase mucho más), fue cuando mantuvimos la conversación.
Debemos permitirnos celebrar los éxitos intermedios, no sólo los finales. No se si conseguí transmitirle la idea y que la interiorizara, a tenor de la expresión que observé en su cara. Y decía al principio que me sorprendí, porque esa misma cara (o alguna similar) sería la que puse yo cuando me lo dijeron hace ya tiempo.
La interlocutora fue una amiga que había estado trabajando en el mundo anglosajón más de una década, en el entorno de una gran multinacional. «Los españoles no estamos acostumbrados a dar las gracias cuando nos halagan, ni a celebrar los éxitos de cada día»- me dijo.
Inmediatamente lo reconocí. Me ruborizaba cuando alguien me felicitaba por un trabajo bien hecho, y solía deflectar con alguna frase del tipo «Tampoco es para tanto» o «Sólo hago mi trabajo».
Hay que pararse a celebrar. Cada día me lo repito, y lo repito a quien creo que le puede servir. La crítica la manejamos bien, la auto-crítica también. En el mejor de los casos, sustituimos «error o debilidad» por «oportunidad de mejora». Pero celebrar, en mi opinión, sigue siendo una asignatura pendiente.
Celebremos más :-D.